miércoles, 13 de noviembre de 2013

Decálogo para no olvidar a los que nunca se olvidaron



1. Reza todos los días por aquellos que te han precedido en el camino de la vida. Lo que eres y, tal vez lo que tienes, se lo debes a ellos. ¿Rezas por los que te aguardan al final de tu camino?
2. Saborea, siempre que puedas, la paz o la calma de un camposanto. Te ayudará a relativizar el excesivo aprecio por lo superficial y, sobre todo, te educará a vivir apuntando a lo necesario. ¿Vives con sentido de trascendencia?
3. Trata a tus difuntos con respeto. Si incineras, guarda sus cenizas en el lugar que les corresponde: el camposanto. ¿Por qué elevamos monumentos a las mascotas y, en cambio, lanzamos sin escrúpulo alguno, en el mar o en el monte los restos de nuestros seres queridos? ¿Tal vez porque en el fondo nos estorban? ¿Tal vez porque no queremos obligaciones de llevar flores, derramar lágrimas o rezar oraciones?
4. No olvides que, la Misa, es sufragio –por la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo- por los fieles difuntos. Una misa, además de valor infinito, es ofrenda y es comunión, es súplica por aquellos que necesitan un último empujón para el encuentro con el Padre. ¿Encargas el "regalo" de una misa, de vez en cuando, a tus difuntos?
5. Guarda las formas debidas cuando, la muerte de un ser querido, llame a tu puerta. NI lo de antes (todo de negro) ni lo de ahora... todos bailando al día siguiente del funeral. En el término medio la virtud y, la muerte, es muerte aunque queramos adornarla de blanco.
6. En el cumpleaños o en el día del fallecimiento de un familiar, la mejor forma de felicitarle es nuestra presencia en la comunidad cristiana. ¿Por qué tan poca pereza para cualquier evento y tanto freno para recordar, rezar y honrar a nuestros difuntos con una misa?
7. El camposanto, entre otras cosas, es ciudad de los que duermen con la esperanza de resucitar. La cruz, una imagen de María o de los Santos nos sugieren que, detrás de una losa, hay unos labios que profesaron la fe en Cristo hasta el último día. No dejemos que la secularización lo invada todo. ¿Cuidas los signos visibles de tu ser cristiano?
8. Guarda de los que te han precedido aquello que te legaron como grandes lecciones sobre la vida, la fe, la Iglesia, la sociedad o la familia. Olvida, por el contrario, todo aquello que te pareció poca virtud en ellos. Dios, como Padre, sabrá lo qué es trigo o lo cizaña en su camino. ¿Guardas grata memoria de los tuyos?
9. Da gracias a Dios por tus difuntos. Reflexiona si has estado a la altura mientras estuvieron vivos junto a ti. ¿No crees que resulta fácil llorar por unas horas, acercar flores al que ya no las necesita o guardar las apariencias por tres días?
10. Recuerda la fe de tus padres. Profésala. Consérvala. No dejes que la guadaña del relativismo te robe o te corte aquellos valores que te hacen invencible, fuerte, eterno. No permitas que, los agoreros del "Dios no existe" logre convencerte de lo que, en realidad, es pasajero: el mundo y sus escaparates risueños pero caducos.
Javier Leoz Ventura

martes, 15 de octubre de 2013

El encuentro definitivo con Dios en Jesús



En la muerte se desvanece todo tiempo. Por eso, al traspasar la muerte, experimenta el hombre no sólo su propia plenitud, sino, al mismo tiempo, la plenitud y consumación del mundo. Cuando el Nuevo Testamento habla de la vida eterna, es decir, de aquello que acontece en la muerte y al Fin del Mundo, no habla jamás sólo de Dios, sino siempre conjuntamente de Jesucristo. Y lo mismo hace toda la tradición cristiana. Nuestra muerte es el gran y definitivo encuentro con Cristo; El aparecerá ante nosotros; El es nuestro juez y salvador; El transformará nuestro pobre cuerpo asemejándolo a la figura de su cuerpo resucitado; El juzgará al mundo y otorgará la vida eterna: Todo esto lo afirma de Jesucristo el Nuevo Testamento. Esta presencia conjunta de Dios y de Jesucristo en los acontecimientos finales no es mera yuxtaposición de dos presencias. Si somos exactos, tenemos que decir: Nosotros encontraremos a Dios en Jesucristo. En El resplandecerá Dios ante nosotros. En su presencia contemplaremos nosotros la presencia de Dios. En el encuentro con El experimentaremos el Juicio de Dios. En Él nos concederá Dios su misericordia. En Él encontraremos la vida eterna de Dios. En una palabra: nuestro definitivo encuentro con Dios acontece en Jesucristo. Cabe preguntarse por qué es esto así; por qué encontraremos definitivamente a Dios en Jesucristo. Y la respuesta no puede ser más que ésta: Porque así ha sido también en la historia. Dios nos ha hablado en muchas ocasiones y de muchas maneras; pero su última, definitiva e insuperable palabra nos la ha dicho en Jesucristo. En El, Dios se ha convertido en la definitiva revelación y en la definitiva presencia en este mundo. En El se ha vinculado Dios definitivamente a este mundo. En El se ha revelado el sí amoroso de Dios al mundo y al hombre de un modo definitivo y para siempre. Quien desde ahora desee saber quién es Dios, tiene que contemplar a Jesús. El que le ve a Él, ve también al Padre. Jesús es el lugar en el que la acción liberadora y redentora de Dios para con el mundo ha alcanzado su máxima profundidad. Ahora bien, si Jesús es el lugar en el que se ha instituido de ese modo la manifestación y la acción definitiva de Dios en nuestra historia y si la historia terrena no tiene sencillamente una proIongación en el más allá, sino que encuentra allí su definitivo estado permanente en el que queda inmerso todo lo que ha sido esencial alguna vez en la historia terrena, entonces será también Jesucristo, más allá de toda la historia, el auténtico lugar de nuestro encuentro con Dios. El será, ya para toda la eternidad, lo que ha sido ya aquí en la tierra: Aquel en quien Dios nos comunica la palabra eterna de su amor. Dios nos ha aceptado a los hombres tan profundamente, y nos ama tan entrañablemente, que solo nos quiere encontrar, por toda la eternidad, en el hombre Jesús; sí: encontraremos, para siempre y eternamente, a Dios mismo en el corazón de un Hombre y allí nos veremos envueltos en el amor infinito de Dios.
GERHARD LOHFINK

El tiempo y los otros después de la muerte



Es uno de los conocimientos básicos de la antropología actual que el hombre no puede realizarse a sí mismo sin el encuentro con los demás hombres. Existencia significa vivir en contacto con los demás. Existir significa recoger experiencias en contacto con los demás. Sólo el que de niño ha experimentado la bondad de sus padres puede ser más tarde, él mismo, bondadoso y bueno. Sólo aquel que ha sido amado profundamente es capaz de amar, él mismo, más adelante. Sólo el que ha conocido y admitido a otros hombres en su rica y multiforme diversidad puede conocerse a sI mismo. El hombre se realiza realmente como hombre en relación con los demás, en una vivencia común del mundo. He dicho anteriormente que cada hombre posee su mundo propio y personal y que lleva consigo ese mundo a Dios. Y ahora tengo que añadir: A este mundo propio y personal pertenecen también los demás hombres con los que cada uno ha convivido durante su vida. A este mundo pertenecen el padre y la madre, la hermana y el hermano, la esposa y el esposo, los hijos, los parientes, los amigos, aquellos por quienes se asumió una responsabilidad y otros muchos hombres más. Todos ellos han dejado su impronta en nosotros; todos ellos pertenecen a la historia de nuestra vida. Nuestra realización humana no es ni siquiera pensable sin los múltiples vínculos que nos ligan a los hombres que viven en nuestro entorno. Si es verdad que nosotros nos presentamos ante Dios con todo nuestro mundo, es verdad también que nos presentamos ante El con todos estos hombres. Y si pensamos ahora que los hombres con quienes estamos vinculados nosotros están ellos, a su vez, vinculados con otros muchos más y así sucesivamente, entonces comprenderemos que no sólo se puede hablar del encuentro de cada hombre con Dios, sino que se tiene que hablar también y al mismo tiempo del encuentro de todos los hombres con Dios; sí, del encuentro de toda la historia con Dios. El resto del mundo y toda la historia están indisolublemente vinculados con nuestro propio mundo personal. Por eso, en el momento de la muerte, se presenta juntamente con nosotros, ante Dios, todo el resto de la historia. También la Iglesia ha creído siempre que toda la historia se presentará ante Dios; que Dios aparecerá ante todos los hombres y ante la historia toda; que El juzgará a todos los hombres y a toda la historia; y finalmente, que no participaremos de la vida de Dios como individuos particulares, sino en la comunidad de los santos. La teología dogmática tradicional desplazó naturalmente este encuentro de toda la humanidad con Dios a un determinado momento, en el Fin del Mundo. Desde el momento en que se admite en serio que es el hombre entero el que comparece ante Dios en el momento de la muerte, y se acepta, al mismo tiempo, que a cada hombre particular le pertenece su cuerpo y toda una parte del mundo, y que ese mundo lo constituyen otros muchos hombres, desde ese mismo instante hay que admitir necesariamente que yo y cada uno de los hombres tendremos que presentarnos ante Dios, en el momento de la muerte, con todos los hombres que tienen vinculación conmigo y con mi propio mundo; es decir, que tendremos que comparecer cada uno de nosotros ante Dios con todo el resto de la humanidad. Pero ¿cómo va a ser eso posible? ¿No es todo esto absurdo? Yo vivo, pero muchos de mis amigos han muerto ya. ¿Cómo van a presentarse ellos al mismo tiempo que yo ante Dios? Y otra dificultad: yo muero, pero otros siguen viviendo. Y también: yo y los hombres con los que he convivido hemos muerto; pero la historia sigue su curso milenio tras milenio. ¿Cómo puede afirmarse que toda la historia, que todos los hombres, comparecerán juntamente conmigo ante la presencia de Dios en el momento de mi muerte? El tiempo aparece ante nosotros, sin duda, como algo sumamente real. El tiempo dentro del cual queda enmarcada nuestra vida se nos presenta como algo férreo e inmodificable. Vivimos en el tiempo, tenemos que adaptarnos a él y no podemos saltárnoslo. Y sin embargo, el tiempo es algo mucho más irreal y quebradizo de lo que pudiera parecer en un primer momento. Pues el tiempo no es una cosa como las demás cosas de este mundo. El tiempo en sí mismo no es una realidad. El tiempo es una forma de captación de nuestra conciencia. Es un esquema en el que nos otros vivimos la duración de las cosas. Ya en la microfísica se le asesta un duro golpe a nuestro concepto del tiempo. Los fenómenos parapsicológicos muestran bien claramente la relatividad del tiempo. Más allá de nuestro mundo, ¿existe aún tiempo? Nosotros suponemos esto con frecuencia como algo evidente. El que distingue entre el juicio personal después de la muerte y el Juicio U1timo al Fin del Mundo, presupone que existe tiempo en el más allá. Quien admite que la purificación del hombre después de la muerte exige un determinado tiempo, presupone que existe tiempo en el más allá. Quien admite que el alma humana está, en primer lugar, junto a Dios sin el cuerpo y que el cuerpo sólo se une a ella más adelante, presupone que existe el tiempo en el más allá. Sin embargo, en realidad, el tiempo, exactamente lo mismo que el espacio, es una función de nuestro mundo terreno. El espacio y el tiempo son formas de captación con las que nosotros experimentamos la existencia terrena. Tienen consistencia o caen con la experiencia de este mundo nuestro. En el mundo de Dios ya no existe nuestro espacio ni tampoco nuestro tiempo. Esto significa, por tanto, que el hombre, desde el momento en que muere y penetra en el mundo de Dios, no existe ya en el tiempo, sino más allá de todo tipo de tiempo terreno. Sólo tiene algo que ver con el tiempo terreno en cuanto que todos los momentos de su existencia están refundidos en su nueva existencia junto a Dios. Su nueva existencia junto a Dios es el compendio y el fruto de todo su tiempo terreno, ciertamente transfigurado y sublimado por Dios; pero su nueva existencia, en sí misma, ya no es una existencia en el tiempo. Si estas reflexiones son válidas, entonces no podemos decir que un hombre concreto esté junto a Dios antes que otro cualquiera. Eso supondría, sin duda, que en el más allá sigue existiendo el tiempo terreno; que allí transcurren los días, los meses y los años igual que en este mundo. Pero, más bien, tenemos que decir lo siguiente: Como junto a Dios ya no sigue existiendo ningún tipo de tiempo terreno, entonces todos los hombres, aunque hayan muerto en épocas e instantes diversos, encontrarán a Dios «al mismo tiempo», en el único y eterno «momento» de la eternidad. Como junto a Dios ya no existe ninguna clase de tiempo terreno, entonces ha pasado ya la historia en el momento en que yo muero, y mi encuentro con Dios coincide con el encuentro de toda la humanidad con El. Como junto a Dios ya no hay ninguna clase de tiempo terreno, entonces mi muerte es ya el Ultimo Día e igualmente ha llegado con mi muerte la resurrección de la carne. Es posible también formular todo esto del modo siguiente: Al morir un hombre y dejar, por eso, el tiempo tras sí, llega a un «punto» en el que todo el resto de la historia llega con él «al mismo tiempo» a su fin Y todo esto, a pesar de que esta historia, «dentro» de la dimensión del tiempo terreno, haya dejado atrás tramos inmensos e inconmensurables. Ahora puede comprenderse por qué parto con tal confianza de que no sólo es mi alma la que encuentra a Dios, sino toda mi existencia y juntamente con ella toda la humanidad. El Fin del Mundo está llamando ya a mi puerta. El momento del Juicio no está lejano. Todos nosotros vivimos en los últimos tiempos; estamos ya próximos al fin.
GERHARD LOHFINK

El alma y el cuerpo después de la muerte



En los siglos pasados era muy frecuente encontrar esta formulación: En la muerte, el alma del hombre se separa del cuerpo; el alma llega a Dios y es juzgada por El. Si Dios concede la bienaventuranza eterna al alma, ésta goza de la visión beatífica de Dios hasta que le sea asignado el cuerpo transfigurado por Dios el día del Juicio final, cuando resuciten los muertos. Esta concepción se impuso pronto en la teología, durante los primeros siglos y sigue aún viva dentro de amplios sectores cristianos. Pero tiene que quedar bien claro que esta explicación no es sino una imagen auxiliar; un tipo de representación ligada a un momento cultural determinado. Este modelo imaginativo intentaba explicar que el Nuevo Testamento habla de la resurrección del hombre completo al final de los tiempos; a la vez tenía que tener en cuenta que ya inmediatamente, en el mismo momento de la muerte, tiene el hombre que encontrarse con Dios. No es posible eliminar de la fe cristiana ninguno de estos elementos: la resurrección corporal en el juicio final y el encuentro de cada hombre con Dios ya en el momento de la muerte. Se pretendía mantener ambos elementos y se pensaba que sólo era posible mantenerlos imaginando que el alma, inmediatamente después de la muerte, iba al encuentro con Dios y que el cuerpo, por el contrario, sólo al fin del mundo sería resucitado por Dios. Todo este modo de entender las cosas va siendo abandonado hoy cada vez más por la teología, pues esta concepción parte de unos presupuestos que no provienen, en modo alguno, de la Biblia, sino de la filosofía griega; presupuestos que le resultan cada vez más discutibles a la teología moderna; a saber: que el hombre pueda descomponerse limpiamente en cuerpo y alma; que, además, el alma sea la parte mejor y más importante del hombre y que el alma pueda ir, incluso sin el cuerpo, al encuentro con Dios. Pero ¿puede hablarse de alma entendida en ese sentido?; ¿es lícito imaginar el cuerpo y el alma como dos elementos que pueden disociarse y separarse y a los que también se les puede unir de nuevo? Evidentemente hoy no es posible hablar así. El cuerpo y el alma no son dos partes del hombre, sino dos modos diversos de una realidad única e indivisible que es el hombre. El hombre es alma y cuerpo. Pero es ambas cosas en una unidad indisoluble. Por eso la muerte afecta, también, a todo el hombre. Quien sostenga que la muerte sólo afecta al cuerpo, no toma en serio la realidad de la muerte. Parece entonces como si el alma, en la muerte, liberada del cuerpo como de una cárcel, se dirigiese al encuentro con Dios. No; la muerte alcanza a todo el hombre, a toda su existencia. Nosotros tenemos que morir, nosotros y todo lo que es nuestro. Quien se represente las cosas de otra manera, tiene que preguntarse si hace realmente justicia a la pavorosa importancia y seriedad de la muerte. Sí; tiene que preguntarse si no considera al cuerpo como algo superfluo, quizá, incluso, como algo negativo. Pues si el alma halla su plena y perfecta felicidad en la contemplación intuitiva de Dios, prescindiendo del cuerpo, entonces la resurrección de la carne es algo sencillamente superfluo. ¿No se habrá deslizado en esta concepción del hombre un oculto desprecio y desestima del cuerpo? También es válida entonces esta otra formulación: si se afirma que el hombre constituye una unidad, que es todo el hombre el que debe experimentar la muerte, entonces será más fácil y más inequívoco mantener que, en la muerte, es también todo el hombre, en cuerpo y alma, el que llega a Dios. Pues cuando morimos no nos sumergimos en la nada, sino en la vida eterna junto a Dios. La muerte nos afecta como totalidad, pero nos sitúa también en lo que será nuestro permanente estado definitivo, frente a Dios. Nosotros y todo lo que es nuestro tiene que morir. Eso es cierto. Pero también esto otro es igualmente cierto: nosotros llegaremos a Dios, nosotros y todo lo nuestro. Si afirmáramos solamente que nuestra alma llega a Dios en Ia muerte y entendiéramos el alma como una realidad distinta de nuestro cuerpo, entonces no podríamos mantener la afirmación de que somos nosotros, con todo lo que constituye nuestro ser humano, los que llegamos a Dios. Pues el hombre no es sólo un alma abstracta. El hombre es también cuerpo; más aún, el hombre es todo un mundo. Al hombre le pertenecen sus alegrías y sus sufrimientos, sus gozos y sus tristezas, sus acciones buenas y malas, todas las obras que ha llevado a cabo en su vida, todas las cosas que ha creado, todas las ideas y proyectos para los que ha vivido, todos los momentos que ha soportado, todas las lágrimas que ha derramado, todas las sonrisas que han alegrado y vivificado su rostro, su larga y personal historia que ha recorrido: todo esto es el hombre. Y todo esto no lo es sólo en cuanto alma; esto lo es también, y precisamente, en cuanto cuerpo. Si no llegara todo el hombre con alma y cuerpo a Dios, no podría tampoco presentar toda la historia de su vida ante El. En el momento de la muerte se presenta ante Dios todo el hombre en «cuerpo y alma»; es decir, con toda su vida, con todo su mundo personal y con toda la historia incambiable de su vida.
GERHARD LOHFINK