Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo,
mi alma
está sedienta de Ti;
mi carne
tiene ansia de Ti,
como tierra
reseca, agostada, sin agua.
¡Cómo te
contemplaba en el santuario
viendo tu
fuerza y tu gloria!
Tu gracia
vale más que la vida, te alabarán mis labios.
Toda mi
vida te bendeciré y alzaré las manos invocándote.
Me saciaré
como de enjundia y manteca,
y mis
labios te alabarán jubilosos.
Porque
fuiste mi auxilio,
y a la sombra de tus alas canto con júbilo;
mi alma
está unida a ti, y tu diestra me sostiene.
Sólo quien ama intensamente y se sabe amado puede pronunciar con
sinceridad las palabras de este salmo. “Mi alma está sedienta de ti” expresa
una necesidad profunda, acuciante, tan honda como la sed física, tan dolorosa,
incluso, como el hambre. El salmista aún añade: “mi carne tiene ansia de ti”. El deseo de Dios, de plenitud, de
trascendencia, es tan ferviente como el deseo amoroso.
Este cántico nos habla de un amor que quizás nos parece muy alejado de los
parámetros de nuestro mundo moderno. Hoy escuchamos que el amor va y viene, que
nada dura para siempre; oímos decir que la gente tiene hambre de afecto, de
cariño, de reconocimiento. Y también vemos cuántas enfermedades del alma nos
aquejan e intentamos vanamente paliar con medicinas, frenesí, ruido, gastos
materiales y divertimentos que, al final, sólo consiguen dejarnos exhaustos y
más vacíos.
El salmista habla de una sed que siempre aquejará al ser humano porque estamos
hechos así, con un pozo interior que sólo puede llenarse de algo inmenso y
eterno. Ojalá todos sintiéramos ese deseo dentro y lo reconociéramos. Porque el
hombre sediento que está vivo busca la fuente que lo sacie, y no duda en
emprender el camino. Es cierto que el mundo le ofrecerá muchas falsas bebidas,
falsos alimentos y bálsamos engañosos para saciar su hambre infinita. Pero si
el alma está despierta, la sed persistirá y le empujará a continuar buscando. Hasta
que, en algún momento, la misma fuente que persigue le saldrá al camino.
Cuando Dios entra en nuestra vida, nuestra alma, árida como tierra reseca,
renace. Dios nos sacia, y nos vuelve a saciar, y jamás se cansa de regalarnos
sus dones. La vida penetrada por Dios experimenta tal cambio, que la respuesta
estalla forma de alabanzas: “Toda mi vida
te bendeciré”, “a la sombra de tus alas canto con júbilo”. Si realmente
estamos saciados de Dios, eso ha de notarse en una vida llena, activa, pacífica
y profundamente alegre.
La unión con Dios no es algo reservado a “los
santos y los místicos”. Todos los cristianos —en realidad, todos los seres
humanos— estamos llamados a vivir esta experiencia de amor íntimo que nos
arraiga en la tierra y nos permite crecer hacia el cielo.