Chesterton, en una de
sus ocurrencias, dijo que “al entrar en
la iglesia hay que quitarse el sombrero, pero no la cabeza”. Cuando
acudimos a la Eucaristía entramos con toda nuestra persona, con la situación
concreta de esta semana, con sus preocupaciones y alegrías. En el acto penitencial
tomamos conciencia de nuestras faltas (es como pedir permiso para entrar en
misa). La Palabra ilumina nuestra historia de ahora mismo. La homilía nos ayuda
a conectar lo que Dios dice con nuestras actitudes vitales. La oración universal
recuerda aspectos no demasiado gloriosos de esta historia, pidiendo a Dios su
ayuda. En el ofertorio, en el pan y el vino que presentamos, vemos simbolizada
toda nuestra vida. Y sobre todo, en la Eucaristía es nuestra vida concreta la
que aportamos al sacrificio eucarístico de Cristo. Él se entregó hace dos mil
años, de una vez para siempre. Ahora nosotros nos unimos a su entrega, nos
introducimos en su movimiento pascual con nuestra existencia, con los éxitos y
fracasos de la semana. En algún sentido “oramos la vida” y “celebramos desde la
vida”, porque dejamos que Dios la impregne y la llene de sentido. Entramos a misa con la
vida a cuestas, pero luego deberíamos volver a la vida con la misa a cuestas.
Juan Jáuregui