martes, 31 de enero de 2017

Estrellas



Te doy gracias, Señor Jesús, 
por todas aquellas personas 
que a lo largo de mi vida 
han sido para mí verdaderas estrellas...
de bondad, 
de un buen consejo, 
de una delicada corrección, 
de ánimo en momentos de crisis y cansancio… 
Es así cómo se facilita el camino hacia Ti. 
Es así cómo los caminos de la vida 
se tornan fiesta, abrazo y encuentro… 
¡Gracias por todas esas estrellas… 
y ayúdame a mí a serlo para los demás!
Juan Jáuregui

Todo es llamada



Para el que tiene ojos en el corazón todo se convierte en llamada.
El sol es una llamada a ser luz del mundo.
La luna es una llamada a alumbrar en la noche.
El amanecer es una llamada a comenzar un nuevo día.
El anochecer es una llamada a descansar.
Una flor es una llamada a la belleza de Dios.
Una mano tendida es una llamada a la amistad.
Una sonrisa es una llamada a la felicidad.
Un amigo es una llamada a la fraternidad.
Un enemigo es una llamada al perdón.
Un pobre es una llamada a compartir mi pan.
Un desnudo es una llamada a compartir mis vestidos.
Un sediento es una llamada a compartir mi agua.
Una mentira es una llamada a vivir en la verdad.
Un tropiezo es una llamada a levantarse.
Un fracaso es una llamada a no desalentarse.
Una tristeza es una llamada despertar a la alegría.
Un pájaro volando es una llamada a la libertad.
Una abeja es una llamada a llevar el Evangelio a todas partes.
Una duda es una llamada a consultar al que sabe.
Una necesidad es una llamada a hacer algo por el otro.
Dios nos habla a través de todas las cosas.
Y todas las cosas nos hablan de Él.
¿Seremos capaces de escucharle?
El ciertamente nos escucha siempre.
Juan Jáuregui

Bienaventuranzas



Como hoy todo se vende y todo se compra, uno también se imagina que puede comprar la felicidad, pero la felicidad ni está en venta ni se puede comprar. Hay tiendas donde se vende de todo y a todos los precios. Aún no he visto ninguna que venda la felicidad. Dicen que Dios puso una tienda con el título de “Se vende la felicidad”. Inmediatamente la gente acudió, pero se llevó una desilusión. A cada cliente, Dios le ponía en sus manos unos granos. “¡Nos has engañado!” decían algunos. Otros: “¡Así es la publicidad!” Hasta que Dios levantó la voz diciendo: “Aquí no se vende la felicidad sino las semillas de la felicidad”. Es que la felicidad no es algo que se pone o quita como un vestido. La felicidad es algo que tiene que brotar de dentro y las bienaventuranzas que hoy nos ofrece Jesús, no son sino semillas de esa felicidad que nace del corazón. Las bienaventuranzas no son recetas como pudiera pensarse. Las bienaventuranzas son semillas de actitudes capaces de cambiarnos interiormente y crear en nosotros una nueva experiencia de nosotros mismos y una experiencia de los demás. Cuando decimos “bienaventurados los pobres”, ya estamos pensando en que Dios nos quiere quitar lo que tenemos, cuando en realidad lo que Dios pretende es liberarnos de nuestras esclavitudes del tener, las esclavitudes de las cosas. Cuando nos dice bienaventurados los que lloran, no está pensando en cristianos llorones, sino en corazones capaces de compartir el sufrimiento de los demás. ¡Que eso también es fuente de felicidad! Lo único que no causa felicidad es el egoísmo de encerrarnos sobre nosotros mismos olvidándonos del resto. Eso no puede ser fuente de alegría para nadie. Cuando nos dice que tengamos hambre de justicia y de paz, esa es otra semilla de felicidad. ¿Acaso el preocuparnos por los derechos de los demás y luchar por sus derechos no es una fuente de felicidad? Una cosa debe quedar clara. Felicidad no es igual a placer, ni el placer es fuente de felicidad. ¡Cuántas veces el placer de unos tragos termina en una borrachera donde a los borrachitos les da por llorar! ¡Cuántas veces el placer de una rica comida termina con una acidez de estómago! El placer es válido y es bueno y Dios nos ha dado la capacidad del placer, pero la felicidad, la alegría interior, va mucho más lejos…
Juan Jáuregui

Entrar a Misa “con la vida a cuestas”



Chesterton, en una de sus ocurrencias, dijo que “al entrar en la iglesia hay que quitarse el sombrero, pero no la cabeza”. Cuando acudimos a la Eucaristía entramos con toda nuestra persona, con la situación concreta de esta semana, con sus preocupaciones y alegrías. En el acto penitencial tomamos conciencia de nuestras faltas (es como pedir permiso para entrar en misa). La Palabra ilumina nuestra historia de ahora mismo. La homilía nos ayuda a conectar lo que Dios dice con nuestras actitudes vitales. La oración universal recuerda aspectos no demasiado gloriosos de esta historia, pidiendo a Dios su ayuda. En el ofertorio, en el pan y el vino que presentamos, vemos simbolizada toda nuestra vida. Y sobre todo, en la Eucaristía es nuestra vida concreta la que aportamos al sacrificio eucarístico de Cristo. Él se entregó hace dos mil años, de una vez para siempre. Ahora nosotros nos unimos a su entrega, nos introducimos en su movimiento pascual con nuestra existencia, con los éxitos y fracasos de la semana. En algún sentido “oramos la vida” y “celebramos desde la vida”, porque dejamos que Dios la impregne y la llene de sentido. Entramos a misa con la vida a cuestas, pero luego deberíamos volver a la vida con la misa a cuestas.
Juan Jáuregui

Virginidad de la Santísima Virgen y San Ignacio de Loyola



En la Autobiografía de San Ignacio de Loyola se narra que, tras un encuentro con un árabe que no creía en la virginidad de la Virgen después del parto, sintió el deseo de apuñalarlo. El árabe se despidió diciendo que iba a una villa próxima. Ignacio de Loyola siguió su camino y de pronto le hirvió la sangre. ¿Por qué no he sido contundente con este moro -así lo llama él- blasfemo? ¿No es mi deber devolverle su honra a la Virgen? Y el futuro santo escribe literalmente que sentía deseos de ir a buscar a aquel moro y darle de puñaladas por lo que había dicho. ¿Lo apuñalo o no lo apuñalo?, se preguntaba Ignacio de Loyola sin saber qué decisión tomar. Y, como tomar una decisión a veces es difícil incluso para un futuro santo, tomó la determinación de dejar ir a la mula con la rienda suelta hasta el lugar en que se dividían los caminos. Y al fin lo vio claro: si la mula tomaba el camino de la villa, él buscaría al árabe y le daría de puñaladas. Pero, si la mula no tomaba el camino de la villa, sino la dirección del camino real, él dejaría de irse a encontrar con el árabe. Ignacio de Loyola lo hizo así y cuenta en su Autobiografía que Dios Nuestro Señor quiso que, aunque el camino de la villa era muy ancho y muy bueno, la mula tomara el camino real, y dejara el camino de la villa. La Autobiografía de Ignacio de Loyola es apasionante.