En el juego, en los negocios, en las
relaciones humanas hay cabida para las trampas. En la búsqueda de Dios, sin
embargo, no se pueden hacer trampas. Él no se fija en nuestros actos, sino en
nuestras intenciones. No mira los resultados, sino la motivación profunda; no
pesa nuestras palabras, sino nuestro corazón.
En aquel pueblo existía la leyenda de que quien fallecía con el Nombre de Dios en la boca, alcanzaba al nombrarlo
la divinidad después de su muerte. Esto hizo que cierto rico comerciante pusiera
a sus cinco hijos cinco de los nombres de Dios. Estaba seguro de que así,
cuando muriera, tendría cerca suyo a
alguno de sus vástagos y, por lo tanto, le recordaría al menos uno de los nombres del Señor. Era una pequeña trampa piadosa que su
ingenio, aguzado por una vida completamente dedicada a los negocios, le había
sugerido. Pero el día en que se halló en el lecho de muerte, a punto de expirar, rodeado de sus
hijos, sus últimas palabras fueron: -Si estáis los cinco aquí, ¡cómo habéis
dejado el negocio sin que nadie lo
atienda!
No alcanzó la
divinidad.
Dios quiere que nos desnudemos
como niños pequeños, porque será nuestra inocencia quien nos acercará a Él y no
nuestros conocimientos, nuestras trampas o nuestros trucos. No son las buenas obras hechas
por motivos egoístas, formalistas, o nuestra asistencia a actos religiosos por motivos
sociales o las palabras de nuestra plegaria, sino nuestro amor por Él, nuestra
intención profunda y nuestra devoción lo que nos unirá a Él.