(...) "En el principio existía el Verbo y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios" (Jn 1, 1); he aquí la novedad inaudita y humanamente inconcebible: "El Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros" (Jn 1, 14 a). No es una figura retórica, sino una experiencia vivida. La refiere san Juan, testigo ocular: "Hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14 b). No es la palabra erudita de un rabino o de un doctor de la ley, sino el testimonio apasionado de un humilde pescador que, atraído en su juventud por Jesús de Nazaret, en los tres años de vida común con él y con los demás Apóstoles, experimentó su amor -hasta el punto de definirse a sí mismo "el discípulo al que Jesús amaba"-, lo vio morir en la cruz y aparecerse resucitado, y junto con los demás recibió su Espíritu. De toda esta experiencia, meditada en su corazón, san Juan sacó una certeza íntima: Jesús es la Sabiduría de Dios encarnada, es su Palabra eterna, que se hizo hombre mortal.
Cada hombre y cada mujer, necesita encontrar un sentido profundo para su propia existencia. Y para esto no bastan los libros, ni siquiera las Sagradas Escrituras. El Niño de Belén nos revela y nos comunica el verdadero "rostro" de Dios, bueno y fiel, que nos ama y no nos abandona ni siquiera en la muerte. "A Dios nadie lo ha visto jamás -concluye el Prólogo de san Juan-: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado" (Jn 1, 18). (Benedicto XVI, Ángelus, domingo 4 de enero de 2009)