Nadie ha tenido jamás una paz semejante, que le
permitió soportar lo insoportable: que Sus discípulos no lo
entendieran; que en el Huerto se durmieran y lo dejaran solo cuando
les acababa de decir que se sentía triste a morir; que una turba se
presentara a aprehenderlo con piedras y palos como si fuera un vulgar
delincuente; que un querido amigo lo traicionara y eligiera hacerlo con
un beso; que aquel a quien nombró su sucesor ignorara Sus enseñanzas y
recurriera a la violencia mochándole la oreja al siervo del sumo
sacerdote, y más adelante lo negara; que los Suyos huyeran y lo
abandonaran; que en el interrogatorio un guardia lo abofeteara; que
los principales de Su pueblo se prestaran a reunir testigos falsos
para poder condenarlo; que lo ultrajaran; que lo pusieran en manos de
Pilato y peor, de Herodes, que aprovechó para burlarse de Él; que entre
los que pedían a gritos Su crucifixión hubiera muchos a los que les hizo
milagros; sufrir el dolor espantoso de una corona de espinas encajadas en
toda la cabeza; ser salvajemente flagelado y que le echaran un
manto sobre la carne viva; que le golpearan, le jalonearan la barba,
le lanzaran escupitajos; que le hicieran cargar el madero pesado y
rugoso sobre su piel abierta; que le clavaran las muñecas y los pies,
provocándole un verdadero paroxismo de dolor, que lo elevaran sobre la
cruz para que muriera desangrado y asfixiado; que ni aun allí dejaran de
lanzarse insultos y burlas y que para Su sed le ofrecieran vinagre;
contemplar el dolor de Su madre y del discípulo amado; asumir la tiniebla
del mundo y sentir el abandono del Padre. ¿Quién hubiera
podido aguantar tantas atrocidades una tras otra sin desesperarse, sin
echar maldiciones o cuando menos quejarse amargamente? Sólo Jesús. Él
nunca perdió la paz. Y es esa paz Suya sólida, inquebrantable, capaz de
resistirlo todo, la que viene a ofrecernos. Y todavía nos aclara que no
es una paz como la que da el mundo. Ya nos damos cuenta.