miércoles, 22 de mayo de 2019

La paz de Jesús


Nadie ha tenido jamás una paz semejante, que le permitió  soportar lo insoportable: que Sus discípulos no lo entendieran;  que en el Huerto se durmieran y lo dejaran solo cuando les  acababa de decir que se sentía triste a morir; que una turba se  presentara a aprehenderlo con piedras y palos como si fuera un  vulgar delincuente; que un querido amigo lo traicionara y  eligiera hacerlo con un beso; que aquel a quien nombró su  sucesor ignorara Sus enseñanzas y recurriera a la violencia  mochándole la oreja al siervo del sumo sacerdote, y más  adelante lo negara; que los Suyos huyeran y lo abandonaran;  que en el interrogatorio un guardia lo abofeteara; que los  principales de Su pueblo se prestaran a reunir testigos falsos  para poder condenarlo; que lo ultrajaran; que lo pusieran en  manos de Pilato y peor, de Herodes, que aprovechó para  burlarse de Él; que entre los que pedían a gritos Su crucifixión  hubiera muchos a los que les hizo milagros; sufrir el dolor  espantoso de una corona de espinas encajadas en toda la  cabeza; ser salvajemente flagelado y que le echaran un manto  sobre la carne viva; que le golpearan, le jalonearan la barba, le  lanzaran escupitajos; que le hicieran cargar el madero pesado y  rugoso sobre su piel abierta; que le clavaran las muñecas y los  pies, provocándole un verdadero paroxismo de dolor, que lo  elevaran sobre la cruz para que muriera desangrado y  asfixiado; que ni aun allí dejaran de lanzarse insultos y burlas  y que para Su sed le ofrecieran vinagre; contemplar el dolor de  Su madre y del discípulo amado; asumir la tiniebla del mundo  y sentir el abandono del Padre.    ¿Quién hubiera podido aguantar tantas atrocidades una  tras otra sin desesperarse, sin echar maldiciones o cuando  menos quejarse amargamente? Sólo Jesús. Él nunca perdió la paz. Y es esa paz Suya sólida,  inquebrantable, capaz de resistirlo todo, la que viene a  ofrecernos. Y todavía nos aclara que no es una paz como la  que da el mundo. Ya nos damos cuenta.