martes, 14 de agosto de 2018

Parábola de los viñadores


Los obreros de la primera hora de los que habla la parábola de los viñadores (Mt 20,1-16). Estos no comprendieron para qué se habían esforzado durante todo el día, al ver que el sueldo de un denario podía ganarse también de forma mucho más sencilla. Pero, ¿de dónde deducían ellos que es mucho más cómodo estar  sin trabajo que trabajar? Y, ¿por qué sólo les agradaba su salario con la condición de que a los otros les fuese peor que a ellos? Mas la parábola no era para los trabajadores de entonces, sino para nosotros. Pues al plantearnos estas preguntas sobre nuestro  cristianismo, actuamos igual que aquellos obreros. Damos por supuesto que la falta de trabajo espiritual —una vida sin fe ni oración— es más cómoda que el servicio espiritual. Y, ¿de dónde sacamos esto? Nos fijamos en el esfuerzo cotidiano que exige el  cristianismo y olvidamos que la fe no es sólo un peso que nos oprime, sino también una luz que nos instruye, que nos marca un camino y nos da un sentido. Sólo vemos en la Iglesia las ordenaciones exteriores que coartan nuestra libertad y pasamos  por alto que es una patria que nos acoge en la vida y en la muerte. Sólo vemos nuestra propia carga y olvidamos que los otros también tienen la suya, aunque no la conozcamos. Y, sobre todo: ¿qué actitud tan mezquina es ésa de no considerar retribuido el  servicio cristiano porque sin él también se puede alcanzar el denario de la salvación? Por lo visto, queremos ser pagados no sólo con nuestra salvación sino, ante todo, con la condenación de los otros —igual que los obreros de la primera hora—. Esto es muy humano; pero la parábola del Señor nos indica claramente que, al  mismo tiempo, es tremendamente anticristiano. El que ve la condenación de los otros como condición para servir a Cristo sólo podrá al final retirarse murmurando porque esta forma de salario contradice a la bondad de Dios. Así, pues, nuestro problema no puede ser por qué Dios permite que los «otros» se salven. Esa es cuestión suya, no nuestra.

JOSEPH RATZINGER

sábado, 23 de junio de 2018

Dificultades, muchas; preocupaciones, ninguna

«No estéis agobiados por la vida, pensando qué vais a comer o beber, ni por el cuerpo, pensando con qué os vais a vestir». Decían los antiguos: “errar es humano”. Pero podríamos añadir con igual acierto: “preocuparse es humano”. Nos pasamos la mitad de nuestra vida preparando, previendo y programando lo que vamos a hacer en el resto del tiempo. Hacemos cientos de planes cada día… y a lo mejor uno entre mil sale como habíamos previsto. No hay nada más incierto que el futuro, y eso a todo hombre razonable le preocupa. Nos pasamos la vida preocupados. Jesús sabe eso; Él nos conoce muy bien. Preocupados por llegar a tiempo a todos lados, por tener mucha salud, por no ganar demasiados kilos de más, por agradar al jefe, por contentar a los hijos, por comprar lo suficiente pero no demasiado, por llegar a fin de mes, por ahorrar para el futuro… ¿Habrá alguna medicina contra esto? ¿Algo parecido a una Relaxina o un Desagobiatil? Existe, pero no hay que ir a la farmacia para encontrarlo.
«Los gentiles se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso». En el fondo, nos preocupamos porque no podemos controlar el futuro, porque no sabemos lo que va a suceder, si va a ser bueno o malo. El destino es caprichoso, y debemos estar preparados para lo peor. Pero, ¿no podemos controlar el futuro? Nosotros no, es claro; sin embargo, Dios sí. Él es el dueño del pasado, del presente y del futuro. Él dirige toda la historia, nuestra historia. Y Él es un Padre bueno que nos ama infinitamente y quiere siempre lo mejor para nosotros. Por eso, sólo se agobian por el futuro los “gentiles”, los que no saben que hay un Dios que ya se preocupa por ellos. Es verdad que no somos los dueños del mundo, pero somos “los hijos del dueño” ¿Te preocupa este asunto? A Dios más. Y Él sabe más, Él puede más, Él quiere lo mejor para ti. Deja que Él se ocupe. No tengamos miedo a abandonar nuestros agobios en sus manos. Pero, ten cuidado, a lo mejor cuando menos te lo esperes Él lo solucionará del modo más sorprendente… Para un hijo de Dios, no tienen cabida las preocupaciones.
«Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura». Sólo debemos preocuparnos por una cosa: llegar al cielo. Todo lo demás, comparado con esto, es un granito de arena comparado con una montaña enorme. Un segundo comparado con toda la eternidad. La santidad es la obsesión de nuestra vida. Todo lo demás, salud, enfermedades; riquezas, pobreza; honor, desprecios; éxitos, fracasos… todo es nada en comparación con nuestra salvación. Somos hijos, nuestro Padre Dios se cuida de todo ello. A nosotros sólo nos toca ser buenos hijos, y ya está. Así nos lo enseña san Ignacio de Loyola: «es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas; en tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás». Por eso, si vivimos así en nuestra vida tendremos dificultades, muchas; pero preocupaciones, ninguna.
(Mt 6,24-34)

jueves, 21 de junio de 2018

Angel de la guarda


Ángel santo de la guarda,
compañero de mi vida,
tú que nunca me abandonas,
ni de noche ni de día.

Aunque espíritu invisible,
sé que te hallas a mi lado,
escuchas mis oraciones
y cuentas todos mis pasos.

En las sombras de la noche,
me defiendes del demonio,
tendiendo sobre mi pecho
tus alas de nácar y oro.

Ángel de Dios, que yo escuche
tu mensaje y que lo siga,
que vaya siempre contigo
hacia Dios, que me lo envía.

Testigo de lo invisible,
presencia del cielo amiga,
gracias por tu fiel custodia,
gracias por tu compañía.

"Padre nuestro", la oración confiada de los hijos

«Cuando recéis no uséis muchas palabras como los paganos». Orar es hablar con Dios. Es conversar con Él, como un hombre habla con su amigo. Es contarle nuestras alegrías y penas, nuestras preocupaciones y deseos, nuestros éxitos y fracasos. Pero hablar es siempre cosa de dos. Si uno sólo habla y el otro sólo escucha, no estamos ante una conversación, sino ante un monólogo… Por eso, Jesús hoy nos advierte de la tentación de aquellos «que se imaginan que por hablar mucho les harán caso». Esto nos sucede cuando convertimos nuestra oración en verborrea, en repetición mecánica de sonidos, en un aluvión de quejas y peticiones que dejarían exhausto a cualquiera que nos escuchara. No nos podemos olvidar que hablar es cosa de dos. Cuando rezamos tenemos muchas veces que hacer silencio, acallar nuestra voz y escuchar a Dios que nos habla al corazón. Hoy le pedimos a Dios que nos conceda una oración sencilla y confiada, humilde y perseverante. Que nuestra oración sea como la de aquel sencillo campesino de Ars; cuando su santo cura le preguntó por qué que se pasaba tantas horas ante el sagrario, el hombre respondió simplemente: «Yo le miro y Él me mira». Esta es nuestra oración.
«Vosotros rezad así: “Padre”». Entonces, no hacen falta muchas palabras para rezar… De hecho, sólo hace falta una: “Padre”. Lo más importante que nos ha enseñado Jesús es a dirigirnos a Dios como hijos suyos, a llamarle con toda sencillez y naturalidad “padre”, “papá”. Esto es lo que ha revelado Jesucristo: un Dios que es Padre. En esta palabra se resume toda nuestra oración y nuestra vida. Somos hijos, por eso debemos acudir constantemente al único que sostiene nuestra existencia. Somos hijos, por eso necesitamos experimentar todos los días el Amor de aquel que nos quiere infinitamente, más que todas las madres y todos los padres de este mundo juntos. Somos hijos, por eso tenemos que aprender a abandonarnos confiadamente en los brazos de un Dios que nunca nos va a fallar y que quiere lo mejor para nosotros siempre y en todo momento. Somos hijos, por eso no podemos sorprendernos de que seamos débiles y pequeños, pero siempre dispuestos a volvernos de corazón a la casa del Padre siempre que por el pecado nos alejemos de Él.
«Padre nuestro, que estás en el cielo… y líbranos del mal». ¿Cuántas veces rezamos el Padrenuestro a lo largo del día? ¿A lo largo de la semana? Puede ser que esta oración se haya convertido para nosotros en esas «muchas palabras» de las que habla el Señor… Pero esta oración no es una oración más. Son unas palabras que salieron de labios del Salvador. Cada frase, cada palabra, cada sonido ha sido pronunciado por Cristo, por el mismo Dios en la tierra. Por eso, nunca nos podemos acostumbrar a rezar con las mismas palabras de Jesús. Al contrario, cada vez que las repetimos, nuestro corazón se va pareciendo más al Corazón de Cristo. Así, nuestros sentimientos serán los suyos, nuestros sentimientos y nuestras peticiones serás los suyos. Hoy, cuando reces el Padrenuestro, saborea cada una de las palabras y procura que tu mente concuerde con tu voz al pronunciarlas.
 Mt 6,7-15

miércoles, 25 de abril de 2018

Cruz de Cristo


San Marcos


Parece que su familia era la dueña de la casa donde Jesús celebró la Última Cena, donde estaban los Apóstoles reunidos el día de Pentecostés cuando recibieron al Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego.
Se trataba de un niño en la época en la que Jesús predicaba, y probablemente fue uno de los primeros bautizados por San Pedro el día de Pentecostés.
Primo de San Bernabé, lo acompañó junto con San Pablo en el primer viaje misionero que hicieron los dos Apóstoles.
Pero, al llegar a regiones donde había muchos guerrilleros y atracadores, donde según palabras de San Pablo: "Había peligro de ladrones, peligro de asaltos en los caminos, peligro de asaltos en la soledad" (véase 2 Corintios 11,26), Marcos se atemorizó y se apartó de los dos misioneros, regresando a su patria.
En el segundo viaje, Bernabé quiso llevar consigo de nuevo a su primo Marcos. Mas, San Pablo se opuso, diciendo que no ofrecía garantías de perseverancia para resistir los peligros y las dificultades del viaje.
Esto hizo que los dos Apóstoles se separaran y se fuera cada uno por su lado a misionar. Después volvería a ser otra vez muy amigo de San Pablo.
San Marcos llegó a convertirse en secretario y hombre de confianza de San Pedro. Como le escuchaba siempre sus sermones, que no eran sino el recordar los hechos y las palabras de Jesús, Marcos fue aprendiéndolos muy bien.
Y dicen que a pedido de los cristianos de Roma, escribió lo que acerca de Jesucristo había oído predicar al Apóstol. Esto es lo que se llama, "Evangelio según San Marcos".
El Evangelio de San Marcos es como una repetición de lo que el Apóstol Pedro predicaba. Es el más corto de los cuatro Evangelios.
Se propone no dejar de relatar lo que contribuya a hacer más llamativa la narración. Allí parece estar hablando un testigo ocular que se ha fijado en todo y lo repite con agrado. Es el reflejo de lo que San Pedro presenció, y que se le ha quedado grabado en su memoria.
Pone más atención a los hechos de Jesús que a sus discursos. Las narraciones son agradables por lo frescas y espontáneas. Parece un reportero gráfico contando lo que sus ojos vieron y sus oídos escucharon. Presenta atractivos cuadros: gestos, miradas, sentimientos de Jesús.
Dicen los especialistas que el Evangelio de San Marcos, mientras más se le estudia, más se convence uno de que el que lo escribió era un verdadero artista de la narración, contribuyendo con este escrito a que muchos millones de lectores se entusiasmen por la persona de nuestro amable Salvador.
Un sabio afirmó que, "el Evangelio de San Marcos es el libro más importante que se ha escrito", pues parece haber sido el primer Evangelio, del cual sacaron mucho material los otros tres Evangelistas.
San Pedro llama a Marcos en sus cartas: "Hijo mío". Y San Pablo, cuando escribe a Timoteo desde su prisión en Roma, le pide: "Tráigame a Marcos, porque necesito de su colaboración" (véase 2 Timoteo 3,11). Dicen los antiguos historiadores que fue un compañero muy apreciado por los dos Apóstoles.
Cuentan que a San Marcos lo nombraron Obispo de Alejandría en Egipto, y que allá, en esa ciudad, resultó ser martirizado por los enemigos de la religión, un 25 de abril.
La ciudad de Venecia, Italia, lo eligió como Patrono, y construyó en su honor la bellísima Catedral de San Marcos.

domingo, 15 de abril de 2018

Poder... ¡con Dios!


Nos pasa muchas veces lo que a aquel chico a quien su padre pidió que moviera una maceta, que era evidentemente demasiado grande para las fuerzas del pequeño.
Después de un buen rato de esfuerzos inútiles, el niño, tristón y desanimado, fue a decir a su padre que no podía.
- ¿Pero has hecho todo lo posible?, preguntó el padre.
- Sí, contesto el chaval, bien seguro de haber puesto todo de su parte–; y su padre le dijo:
- Te equivocas: ¡te ha faltado pedir ayuda a tu padre!

Esta es la lógica de la vida cristiana: contar con que habrá dificultades que exigen lucha y esfuerzo por nuestra parte, y saber, al mismo tiempo, que siempre contamos con toda la ayuda de Dios necesaria para vencer.
Es lo que San Agustín expresaba magistralmente con esta fórmula infalible: “Haz lo que puedas y pide lo que no puedas y Dios te dará para que puedas.”

Habrá dificultades que exigen lucha y esfuerzo por nuestra parte, siempre contamos con toda la ayuda de Dios necesaria para vencer.