De entre todos los instrumentos
musicales no hay ninguno que se pueda comparar al violín: sus curvas elegantes,
su fino mástil culminado en la bella voluta y sus cuatro cuerdas de las que
brotan inigualables melodías cuando se desliza sobre ellas el arco. Pero por
más que lo intente, el violín por sí solo no conseguirá sacar ni una sola nota.
Se retorcerá y luchará toda la noche pero de sus cuerdas no saldrá un solo
sonido. Y es que el violín parece haber olvidado que es un instrumento, el más
bello de todos ellos pero instrumento al fin y al cabo. Todo violín necesita de
las manos del artista, ese músico que lo conoce a la perfección, que lo quiere
y lo cuida con esmero. En sus manos el violín es capaz de interpretar las más
bellas sinfonías que se han escrito en la historia de la música pero sin él no
es más que otro trozo de madera. Si el violín se empeña, y hay violines muy
tercos, acabará por desafinarse, o incluso puede que rompa alguna de sus cuerdas,
pero jamás conseguirá por sí solo sacar un sonido de entre sus cuerdas. En
algunas ocasiones al violín le toca ser solista y de pronto todos los focos
recaen sobre él, otras aparece en cuarteto y entonces debe aprender a
acompasarse con el chelo y la viola, pero la mayoría de las veces se encuentra
en medio de una orquesta, pasando más desadvertido pero disfrutando también de
la variedad de instrumentos que la componen y de la aportación imprescindible
de cada uno de ellos. Lo que nunca se ha visto y nunca se verá es a un violín
sin su músico. No luches, no te desafines, deja que sea Dios el artista el que
haga vibrar tus cuerdas, conviértete en instrumento en sus manos.