Pocas experiencias más duras
que la despedida a la persona querida que la muerte nos arranca para siempre.
Ya no podremos abrazarla, mirarla a los ojos, escuchar sus confidencias, hablar
con ella como en otros tiempos. Su habitación ha quedado vacía. Ya no está.
Nadie podrá llenar su ausencia.
En medio de la pena inmensa,
comienzan a surgir las preguntas: “¿Por
qué ha tenido que ser así?, ¿cómo puede Dios permitirlo?, ¿por qué nos ha
dejado solos?, ¿por qué ahora que tanto la necesitábamos?” Así sienten esposos,
amigos o cuantos pierden a un ser querido.
La muerte no ha logrado, sin
embargo, arrancar a esa persona de nuestro corazón. La seguimos queriendo.
Podemos recordarla, reavivar lo que hemos compartido y vivido juntos, lo que
nos ha querido comunicar a lo largo de los años. Tal vez no la hemos
comprendido del todo; sin duda, la podíamos haber querido más. No es el momento
de culpabilizarnos. Ahora nos queda el amor con que esa persona nos ha
acompañado durante su vida.
Tenemos mucho que agradecer. Esa persona,
con todas sus limitaciones y deficiencias, ha sido un regalo. Hemos disfrutado
de su presencia. Nuestra vida ha sido más dichosa gracias a su compañía y
amistad. Su partida no podrá nunca destruir lo vivido. La muerte le ha separado
de nosotros, pero la ha conducido hasta el misterio insondable de Dios. Allí
nos espera.