La fe
cristiana no garantiza que no nos desorientemos, ni que jamás experimentemos la
soledad, ni que nunca lleguemos a perdernos en el laberinto de la existencia.
De hecho a lo largo de nuestro peregrinar por este mundo acabamos con
frecuencia perdidos y necesitados de orientación. ¿Quién no ha precisado en
algún momento de su vida que le “echen un cable”, un hilo que le saque de las
dificultades, le reoriente y le permita volver de nuevo a casa?
Como advierte
Jesús a sus discípulos, “cuando oigáis
hablar de guerras y revoluciones, no tengáis pánico […] no se perderá ni un
pelo de vuestra cabeza”. Jesús nos asegura su presencia fiel, hasta el
extremo, hasta el más oscuro de los laberintos que es la muerte.
Jaime Tatay, SJ