«No estéis agobiados por la vida, pensando qué vais a comer o beber,
ni por el cuerpo, pensando con qué os vais a vestir». Decían los
antiguos: “errar es humano”. Pero podríamos añadir con igual acierto:
“preocuparse es humano”. Nos pasamos la mitad de nuestra vida
preparando, previendo y programando lo que vamos a hacer en el resto del
tiempo. Hacemos cientos de planes cada día… y a lo mejor uno entre mil
sale como habíamos previsto. No hay nada más incierto que el futuro, y
eso a todo hombre razonable le preocupa. Nos pasamos la vida
preocupados. Jesús sabe eso; Él nos conoce muy bien. Preocupados por
llegar a tiempo a todos lados, por tener mucha salud, por no ganar
demasiados kilos de más, por agradar al jefe, por contentar a los hijos,
por comprar lo suficiente pero no demasiado, por llegar a fin de mes,
por ahorrar para el futuro… ¿Habrá alguna medicina contra esto? ¿Algo
parecido a una Relaxina o un Desagobiatil? Existe, pero no hay que ir a la farmacia para encontrarlo.
«Los gentiles se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre
celestial que tenéis necesidad de todo eso». En el fondo, nos
preocupamos porque no podemos controlar el futuro, porque no sabemos lo
que va a suceder, si va a ser bueno o malo. El destino es caprichoso, y
debemos estar preparados para lo peor. Pero, ¿no podemos controlar el
futuro? Nosotros no, es claro; sin embargo, Dios sí. Él es el dueño del
pasado, del presente y del futuro. Él dirige toda la historia, nuestra
historia. Y Él es un Padre bueno que nos ama infinitamente y quiere
siempre lo mejor para nosotros. Por eso, sólo se agobian por el futuro
los “gentiles”, los que no saben que hay un Dios que ya se preocupa por
ellos. Es verdad que no somos los dueños del mundo, pero somos “los
hijos del dueño” ¿Te preocupa este asunto? A Dios más. Y Él sabe más, Él
puede más, Él quiere lo mejor para ti. Deja que Él se ocupe. No
tengamos miedo a abandonar nuestros agobios en sus manos. Pero, ten
cuidado, a lo mejor cuando menos te lo esperes Él lo solucionará del
modo más sorprendente… Para un hijo de Dios, no tienen cabida las
preocupaciones.
«Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os
dará por añadidura». Sólo debemos preocuparnos por una cosa: llegar al
cielo. Todo lo demás, comparado con esto, es un granito de arena
comparado con una montaña enorme. Un segundo comparado con toda la
eternidad. La santidad es la obsesión de nuestra vida. Todo lo demás,
salud, enfermedades; riquezas, pobreza; honor, desprecios; éxitos,
fracasos… todo es nada en comparación con nuestra salvación. Somos
hijos, nuestro Padre Dios se cuida de todo ello. A nosotros sólo nos
toca ser buenos hijos, y ya está. Así nos lo enseña san Ignacio de
Loyola: «es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas; en
tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad,
riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por
consiguiente en todo lo demás». Por eso, si vivimos así en nuestra vida
tendremos dificultades, muchas; pero preocupaciones, ninguna.
(Mt 6,24-34)