Señor,
¿Cómo hablas? ¿En qué idioma? ¿En
qué tono? ¿De qué forma? ¿Es tu palabra una historia, o son las cosas que otros
dicen? ¿Es lo que está escrito o lo que trae el viento? ¿Eres susurro o
vendaval? ¿Hablas con un lenguaje eterno, o de maneras siempre nuevas?
Quiero escuchar tu voz, que me envuelva y me ilusione. Que me cale tan hondo
que no pueda seguir sentado. Que esa voz, en mi interior, se convierta en
bandera y refugio, en motivo y juramento.
Tu voz fuera de mí
A veces no me doy cuenta de cómo
me hablas en mil detalles: el “¿Qué tal estás?” lleno de cariño de mis padres
al teléfono. El “vamos” de un amigo que me ve bajo de ánimo, y quiere hacerme
sentir que no estoy solo. El “por favor” de quien pide ayuda y me recuerda que
no me duerma, que hacen falta manos. El “ojalá” de quien comparte conmigo sus
deseos y sus sueños, y así me invita a seguir creyendo y soñando. La risa
jovial y despreocupada de quien, por un momento, me contagia la
alegría. La poesía que me sugiere la belleza de tu creación. La protesta
de quien denuncia lo injusto, y al hacerlo me recuerda tu mensaje de
bienaventuranza.
Tu voz dentro de mí
Puede ser tu voz la que me
envuelve cuando, en el silencio, siento que no estoy solo. Cuando se estremecen
mis entrañas por ver la imagen dolorosa de alguien que sufre, y en mi interior
resuena: “es tu hermano”. Esa emoción que en algunos momentos me embarga al
pensar en tu evangelio. La inquietud que me impide cerrar los ojos ante el mal,
aunque a veces quisiera hacerlo y olvidarme de todo. La alegría sencilla que, a
ratos, hace que se disipen los nubarrones en que yo mismo me sumo. Tu presencia
que me acompaña. Ese espíritu que me da fuerzas cuando estaba a punto de
rendirme.