Todos los grandes misterios del Evangelio suceden en el
suelo. El nacimiento del Señor, Cristo escribiendo en la arena
ante la adúltera, inclinado para que no se sintiera juzgada, el lavatorio de
los pies, la pecadora que enjuga los pies del Maestro, la oración en el huerto,
las caídas del Señor camino del Calvario, el descendimiento de la cruz, que es
el camino más atroz y más lento hacia la tierra… Una vida que se entrega
enteramente no tiene miedo a tocar el suelo, es el salario con el que el mundo
paga a quienes no son del mundo.
martes, 30 de agosto de 2016
jueves, 11 de agosto de 2016
La puerta
A
menudo entramos por ella en la iglesia, y siempre nos dice algo. ¿Has
comprendido ese lenguaje? ¿Para qué se encuentra ahí la puerta? Te sorprende
sin duda la pregunta, y no crees difícil la respuesta: «Pues, para
entrar y salir» Cierto. Pero la puerta hace algo más que cumplir esa
finalidad trivial. La puerta habla. Al traspasar el umbral, escuchas su mudo
lenguaje: «Ahora abandono las cosas de fuera. Entro».
Lo de fuera es el mundo, hermoso, lleno de vida y movimiento, pero también de
no poca fealdad y bajeza. Tiene cierto parecido con la plaza del mercado: todos
corren por aquí y por allá en espantosa confusión. No le llamemos «profano»,
pero algo de eso lleva en sí el mundo. Por la puerta entramos en un lugar
separado de la plaza, silencioso y sagrado: el templo. Todas las cosas son —a
la verdad— obra y don de Dios, y dondequiera podemos hallarle. Todas las cosas
las hemos de recibir como venidas de su mano y santificarlas con sentimientos
religiosos. Sin embargo, de siempre sabe el hombre que ciertos lugares están
especialmente consagrados y reservados para Dios. La puerta se encuentra entre
el mundo exterior y el mundo interior. Entre la plaza y el santuario. Entre lo
que pertenece al mundo entero y lo que está separado para Dios. Y al
atravesarla, parece decirte: «Deja fuera lo que no pertenece al lugar
adonde entras: pensamientos, deseos, preocupaciones, curiosidades y cosas
vanas. Deja fuera todo lo profano. Purifícate, que la tierra que pisas es
sagrada». No pases por la puerta apresuradamente. Con toda
calma habías de atravesarla, abriendo el corazón, para que perciba lo que ella
le habla. Pero la puerta dice algo más. Observa cómo al pasar por ella
involuntariamente levantas cabeza y ojos. Elevas la mirada y la extiendes por
el interior del templo: el pecho se dilata y el alma parece agrandarse. Lo alto
del templo simboliza la eternidad infinita: el cielo donde Dios tiene su
morada. Más altas son, ciertamente, las montañas, e inmensa la región azul,
pero todo eso es abierto, sin delimitación ni forma, mientras que éste es un
recinto reservado a Dios, hecho y configurado para Él. Lo están diciendo las
esbeltas columnas, los anchos y fuertes muros y la alta bóveda. Sí, ésta es
casa de Dios, mansión del Señor por manera especial e íntima. Y quien te
introduce en este misterioso espacio es la puerta: «Desecha toda
mezquindad —nos dice— deja toda estrechez e inquietud. Fuera de ti todo cuanto
te oprime. Levanta el corazón. Levanta la mirada. Deja libre al alma. Templo de
Dios es éste, e imagen de ti mismo. Porque en cuerpo y alma eres templo vivo de
Dios. Dale amplitud, dale libertad y altura». «¡Levántense, portones! ¡Ábranse,
puertas eternas, para que entre el Rey de la gloria!». No
cierres los oídos a esa voz de la puerta. ¿De qué sirve una casa de piedra y
madera, si tú mismo no eres casa viva de Dios? ¿A qué vienen puertas de alta
bóveda y hojas de bronce, si en ti mismo no hay puerta por donde entrar el Rey
de la gloria?
Suscribirse a:
Entradas (Atom)