¡Cuantas veces en tu vida has seguido un camino sin
pensar que Dios va a tu lado sin que te des cuenta! A veces tu corazón te
lo dice, pero tu falta de fe no te permite disfrutar de su compañía. Esta
historia escrita por Lucas en su Evangelio, es una invitación a la reflexión.
¿Cómo esta nuestra fe? ¿Escuchamos la voz de Dios cuando nos invita a conversar
con Él? Era el tercer día después de la muerte de Jesucristo. La Biblia dice
que dos discípulos de Jesús iban de camino a Emaús, un lugar situado a 12 kms de
Jerusalén. Se cita como uno de esos discípulos a un hombre llamado Cleofás. El
otro acompañante probablemente era su esposa María, una de las mujeres que
habían acompañado a Jesús durante su crucifixión y que presumiblemente era
prima de María, la madre de Jesucristo. La biblia dice: “e iban hablando entre sí de todas aquellas cosas que habían
acontecido”. Su estado de desanimo en su conversación se debía a los
sucesos acontecidos unos días antes en la ciudad de Jerusalén. Caminaban hacia
Emaús en total desencanto y probablemente pensaban abandonar la causa que tres
años antes habían empezado con muchas ilusiones y por la cual habían dejado
todo. Ya no tenían un ideal que seguir con la muerte del que habían considerado
su maestro y a quien habían visto morir en una cruz. Desilusionados regresaban,
muy probablemente, a su lugar de origen. Un poco después en el camino, cita la
Biblia, se acercó a ellos un hombre, pero la Biblia dice: “más los ojos de ellos estaban velados para que no lo reconocieran”.
Jesús se interesó en su conversación. Les preguntó que hablaban y porque
estaban tristes; ellos le contestaron: “¿eres
tú el único forastero en Jerusalén que no ha sabido las cosas que en ella han
acontecido en estos días?” Jesús pregunto: “¿qué?” Y ellos le dijeron: “lo
de Jesús Nazareno, que fue varón profeta, poderoso en obra y en palabra delante
de Dios y de todo el pueblo. Y cómo le entregaron los principales sacerdotes y
nuestros gobernantes a sentencia de muerte y le crucificaron. Pero nosotros
esperábamos que Él era el que había de redimir a Israel, hoy es ya el tercer
día que esto ha acontecido”. Posiblemente este pasaje planteé lo que
alguna vez has sentido en tu corazón. Piensas que Jesús te ha decepcionado, que
no te ha escuchado y piensas que estas solo en la vida, sin importar que Jesús
vaya a tu lado velando por ti. Hoy puedes tener un momento de reflexión. Los
discípulos habían perdido la fe en quien consideraron su maestro y tú has
perdido la fe porque consideras que te ha abandonado. Dios no te abandona
nunca, es posible, en todo caso pensar ¿yo he abandonado a Dios? ¿He dejado de
confiar en Él? El señor Jesús conoce cada uno de tus pensamientos y cada uno de
tus pasos. Mantén firme tu esperanza en Él porque es fiel en todo momento.
Aquellos discípulos, muy a pesar de pensar en abandonar la causa porque
pensaban que su maestro está muerto, abrigan aún una esperanza de que no fuera
cierto. Los discípulos decían: “nos han
asombrado unas mujeres de entre nosotros, las que antes del día fueron al
sepulcro, y como no hallaron el cuerpo, vinieron diciendo que también habían
visto visión de ángeles, quienes dijeron que Él vive. Y fueron algunos de los
nuestros al sepulcro, y lo encontraron como las mujeres habían dicho, pero a Él
no le vieron”. Entonces Él les dijo: “¡qué lentos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho!
¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su
gloria? Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por los profetas, les enseñó lo
que sobre Él estaba escrito en las escrituras”. Al anochecer llegaron a la
aldea de Emaús y Jesús hizo como que iba más lejos, más ellos le pidieron que
se quedara. Esa noche Jesús se quedó a cenar con ellos. “Estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan y lo bendijo, lo
partió y se los dio. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron;
pero Él desapareció”. Jesús habla muchas veces a tu corazón, solo que no
quieres escucharlo. Los discípulos mostraban incredulidad a pesar de que habían
escuchado que había resucitado. Jesús salió a su encuentro y caminó con ellos y
les ayudo a conocer la verdad, la promesa. Solo de esta manera pudieron
reconocerle. Para el cristiano, el Emaús cotidiano nace con la esperanza de
cruzarse con Jesús todos los días en su camino. Con la ilusión de quien se
siente acompañado en la vida. Para los discípulos, el camino a Emaús era un
camino real, para el cristiano tiene que ser un camino personal, de encuentro
con uno mismo y con Jesús. Cada vez que sientas en tu corazón que Jesús
te habla, no lo dejes ir y pídele: "¡quédate
conmigo!", invítale a cenar, ábrele tu corazón y escúchale. Ponte en
camino y camina a su lado. Una vez que le reconocieron, ellos se dijeron uno al
otro: “¿no ardía nuestro corazón en
nosotros, mientras nos hablaba en el camino y cuando nos explicaba las
escrituras?” Esa misma noche y al momento los discípulos volvieron a
Jerusalén. Hallaron a los once discípulos reunidos y a los que estaban con
ellos que decían: “ha resucitado el
Señor, verdaderamente, y ha aparecido a Simón. Entonces ellos empezaron a
contar las cosas que les habían acontecido en el camino, y cómo le habían
reconocido al partir el pan”.
viernes, 30 de diciembre de 2016
jueves, 15 de septiembre de 2016
La mano
Se acercaba el día de Acción de Gracias y la maestra pidió a sus
alumnos de primer grado que dibujaran algo por lo que estuvieran muy
agradecidos. Pensó que esos niños, en su mayoría muy pobres, no tendrían muchas
cosas que agradecer: Sabía que la mayoría de ellos pintarían pavos horneados,
tortas, helados, tal vez la playa…
La maestra se quedó helada con el dibujo que le entregó Martín: una
simple mano dibujada con dificultad, sin gracia.
¿Qué querría expresar con esa mano? ¿De quién sería esa mano? La clase
quedó cautivada con el dibujo de Martín. .
– Maestra, esa es la mano de Dios que nos da la comida -dijo un alumno.
– Yo creo que es la mano del señor que vende los gallitos en el portón de la escuela -aventuró una niña.
– Yo creo que es la mano del señor que vende los gallitos en el portón de la escuela -aventuró una niña.
– Es la mano del panadero que hace el pan y las tortas -expresó otra.
– Es la mano del médico que curó a Martín cuando estuvo hospitalizado -gritó con entusiasmo un niño. Martín permanecía en silencio negando con su cabeza. La maestra se acercó a él, se inclinó cariñosamente sobre su pupitre y le preguntó de quién era esa mano.
– Es la mano del médico que curó a Martín cuando estuvo hospitalizado -gritó con entusiasmo un niño. Martín permanecía en silencio negando con su cabeza. La maestra se acercó a él, se inclinó cariñosamente sobre su pupitre y le preguntó de quién era esa mano.
– Es su mano, señorita -dijo ruborizado Martín. Entonces recordó la
maestra que muchas veces, a la hora del recreo, había llevado a Martín, un niño
muy débil y desamparado, de la mano. Y comprendió que ese gesto tan simple para
ella era la experiencia más placentera en la vida de Martín.
Ser educador (padre, catequista, sacerdote, profesor…) es tener la mano
siempre abierta, dispuesta a ayudar al que lo necesite. Frente a una cultura
que separa, excluye, rechaza o convierte la mano en puño que golpea, abramos
manos y corazones, enseñemos con la palabra y el ejemplo, el valor de la
aceptación que crea alegría y esperanza.
Convirtámonos todos hoy en esa mano que acompaña, que apoya y que
sostiene… Y así expresaremos el amor que hay en nuestro corazón y haremos este
mundo más habitable.
La blasfemia en boca de los niños
Una de las
cosas que más tristeza y estupor causan es oír a un niño blasfemar. Cada vez
más tempranamente los niños se inician en el repugnante vicio de la blasfemia.
La inocencia de los niños se pudre demasiado pronto. Apenas han aprendido a
hablar y ya se envalentonan con tacos y palabras soeces; nada más salir del
cascarón ya están de vuelta de todo, ya lo saben todo: ¡Claro que con tantas
clases particulares como reciben por la televisión es muy difícil que no salgan
expertos en “cosas de la vida” desde pequeños! Muchos aprenden a blasfemar de
Dios sin haber oído antes, en el hogar familiar, de boca de sus padres, una
sola palabra sobre El, sin haberlo invocado nunca: ¡saben blasfemar pero no
saben rezar! La blasfemia en boca de los niños denuncia la calidad humanamente
miserable de ese estilo de vida prepotente y matón que se exhibe sin rubor por
todas partes, de esta (mala) educación que se está imponiendo como caricatura
(o fraude) del verdadero progreso humano. Un niño blasfemo es un niño maleado
desde la infancia con el riesgo de ser luego un hombre violento, sin
escrúpulos, avasallador. La blasfemia envilece a quien la expele, pero el
envilecimiento prematuro no puede augurar grandes virtudes cívicas en el
futuro. Por eso,
aunque no fuera nada más por su propio interés, la ciudadanía debería mostrarse
menos complaciente con la blasfemia articulada, dibujada o representada,
debería exigir más respeto para con Dios en bien de todos y, en particular, de
los que están en período de formación, pues de lo que ahora beban vivirán más
tarde. Si los niños
blasfeman, no puede deberse a su propia responsabilidad, sino a la de los
mayores. Aun a riesgo de generalizar injustamente me atrevo a decir que ésta
-la nuestra- es una sociedad de blasfemos, quiero decir que son muchos los que blasfeman
descaradamente en público y en privado, en el trabajo y en la familia, en el
grupo de amigos (aquí de una manera particular, animándose unos a otros, antes
y después de beber hasta que el cuerpo aguante), lo mismo hombres que mujeres
(éstas en fase de aprendizaje acelerado). Al blasfemo, como a las ocurrencias
de los niños, se le ríen las presuntas gracias: se le considera un hombre duro
y liberado, lo cual le da alas para proseguir manchando no a Dios -que a Dios
no le alcanza su boca sucia- sino a su propia dignidad humana. En una sociedad
así, que premia, o por lo menos consiente generosamente la blasfemia como parte
de su cultura: es muy difícil que el niño se sustraiga a este poderoso influjo.
Si el hombre ‘macho’ blasfema cada dos palabras, como para asegurarse de su
hombría, si la mujer liberada echa tacos gruesos para sintonizar con los
tiempos, nada tiene de extraño que el niño imite tempranamente el ‘mal hacer’
de los mayores. Estos, aunque sean sus padres, con poca convicción podrán reprender
al niño blasfemo, cuando la blasfemia resuena casi como una interjección
imprescindible en gran número de conversaciones. Los mayores -no me refiero con
esta expresión a los ancianos, sino en general a los adultos y aun los jóvenes-
con su modo de hablar maldiciente son los responsables de que la blasfemia se
vaya extendiendo cada vez más, ensuciándolo todo, degradando el ambiente social
y maleando incluso el mundo infantil: ¡sí, el mundo de los niños! Los mayores
son los responsables de que los niños apenas puedan disfrutar de la inocencia:
los niños se hacen enseguida ‘mayores’ y ‘resabiados’ a imagen y semejanza de
sus mayores malhablados que, según lo que se muestra por la pantalla, se
divorcian fácilmente, son adúlteros por vocación, se matan deportivamente,
roban y engañan a quien pueden y lo que pueden. Este es el mundo que los
mayores están enseñando y dejando a los niños: un mundo carente de cualquier
valor espiritual, de dignidad y respeto; si a pesar de todo hay ciertos
arranques de solidaridad, como la campaña del 0’7, es en gran parte a pesar de
los mayores. Para valorar
la gravedad de la blasfemia conviene tener presente lo que dice el Catecismo de
la Iglesia Católica: “La blasfemia se opone directamente al segundo
mandamiento. Consiste en proferir contra Dios -interior o exteriormente-
palabras de odio, de reproche, de desafío; en injuriar a Dios, faltarle al
respecto en las expresiones, en abusar del nombre de Dios… La prohibición de la
blasfemia se extiende a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y
las cosas sagradas. Es también blasfemo recurrir al nombre de Dios para
justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar
muerte. El abuso del
nombre de Dios para cometer un crimen provoca el rechazo de la religión”(n.
2148). Ciertamente, invocar el nombre de Dios para humillar, ofender y hasta
eliminar al prójimo es la peor de las blasfemias. Pero esto no debería hacernos
tolerantes (es decir, indiferentes) con la blasfemia verbal, cantada,
representada o escrita que tanto prolifera por desgracia entre nosotros,
alcanzando a los niños desde muy temprana edad. ¡Injuriar a Dios, a la
Santísima Virgen o a los Santos es de una irresponsabilidad absoluta! Aquí sí
que se puede afirmar: ¡no saben lo que dicen! Debería ser normal que los
creyentes en Dios exigiéramos respeto para con Dios; las injurias al Rey se
persiguen y castigan, las blasfemias contra Dios resuenan libremente por todas
partes. Los creyentes no quieren complicaciones; lo mejor es no oír nada, no
darse por enterados. Tampoco esto es tan extraño, pues una sociedad
teóricamente cristiana, una sociedad de bautizados, es la misma sociedad que,
exagerando y generalizando tal vez más de lo conveniente, muestra su querencia
blasfema desde la infancia. ¿Será por esto que no se da ninguna reacción social
contra la creciente proliferación de la blasfemia, a la que se apuntan ya los
niños en cuanto se juntan con otros en el patio del colegio?
lunes, 12 de septiembre de 2016
LAS PIEDRAS
Un experto estaba dando una
conferencia a un grupo de profesionales. Para dejar en claro un punto, utilizó un ejemplo que los profesionales jamás
olvidaron. Parado frente al auditorio
de gente muy exitosa dijo:
-Quisiera hacerles un
pequeño examen…
De debajo de la mesa sacó un
jarro de vidrio, de boca ancha y lo puso sobre la mesa frente a él. Luego sacó una docena de
rocas del tamaño de un puño y empezó a colocarlas una por una en el jarro.
Cuando el jarro estaba lleno hasta el tope y no podía colocar más piedras
preguntó al auditorio:
-¿Está lleno este jarro?
Todos los asistentes dijeron
SI.
Entonces dijo:
-¿Están seguros? -y sacó de
debajo de la mesa un balde de piedrecillas pequeñas. Echó unas cuantas piedras
en el jarro y lo movió haciendo que las piedrecitas pequeñas se acomodaran en
el espacio vacío que quedaba las grandes. Cuando hubo hecho esto
preguntó una vez más…-
– Y ahora, ¿Está lleno este
jarro?
Esta vez el auditorio ya
suponía lo que vendría y uno de los asistentes dijo en voz alta “probablemente
no”.
– Muy bien -contestó el
expositor-
Sacó de debajo de la mesa un
balde lleno de arena y empezó a echarlo en el jarro. La arena se acomodó en el
espacio entre las piedras grandes y las pequeñas. Otra vez preguntó al grupo:
-¿Está lleno el jarro?
Esta vez varias personas
respondieron a coro: ¡NO! Una vez más el expositor dijo:
-¡Muy bien! -y entonces sacó
una jarra llena de agua y la echó en al jarro hasta llenarlo. Cuando terminó, miro al
auditorio y preguntó:
-¿Cuál creen que es la
enseñanza de esta pequeña demostración?
Uno de los espectadores
levantó la mano y dijo:
-La enseñanza es que no
importa cuán lleno está tu horario, si de verdad lo intentas, siempre podrás
incluir más cosas…
-No, -replicó el expositor-
esa no es la enseñanza. La realidad que esta demostración nos enseña es que si
no pones las piedras grandes primero, no podrás ponerlas en ningún otro
momento. ¿Cuáles son las piedras grandes en tu vida… tu familia, tu Fe, tu
educación? ¿Tus finanzas? ¿Alguna causa que desees apoyar? ¿Enseñar lo que
sabes a otros? Recuerda poner esas piedras grandes primero o no encontrarás un
lugar para ellas. Tómate el tiempo para clarificar cuales son tus prioridades y
revisa como usas tu tiempo para que no se te quede ninguna afuera, o lo que es
peor, que te veas obligado a sacar una piedra grande para poder meter arena.
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