"En casa, nada de piedad
expansiva y solemne; sólo cada día el rezo del rosario en común, pero es algo
que recuerdo claramente y que lo recordaré mientras viva... Yo iba aprendiendo
que hace falta hablar con Dios despacio, seria y delicadamente. Es curioso cómo
me acuerdo de la postura de mi padre. Él, que por sus trabajos en el campo o
por el acarreo de madera siempre estaba cansado, que no se avergonzaba de
manifestarlo al volver a casa; después de cenar se arrodillaba, los codos sobre
la silla, la frente entre sus manos, sin mirar a sus hijos, sin un movimiento,
sin impacientarse. Y yo pensaba: Mi padre, que es tan valiente, que es
insensible ante la mala suerte y no se inmuta ante el alcalde, los ricos y los
malos, ahora se hace un niño pequeño ante Dios. ¡Cómo cambia para hablar con
Dios! Debe ser muy grande Dios para que mi padre se arrodille ante él y también
muy bueno para que se ponga a hablarle sin mudarse de ropa.
En cambio, a mi madre nunca la
vi de rodillas. Demasiado cansada, se sentaba en medio, el más pequeño en sus
brazos, su vestido negro hasta los tacones, sus hermosos cabellos caídos sobre
el cuello, y todos nosotros a su alrededor, muy cerquita de ella. Musitaba las
oraciones de punta a cabo, sin perder una sílaba, todo en voz baja. Lo más
curioso es que no paraba de mirarnos, uno tras otro, una mirada para uno, más
larga para los pequeños. Nos miraba, pero no decía nada. Nunca, aunque los
pequeños enredasen o hablasen en voz baja, aunque la tormenta cayese sobre la
casa, aunque el gato volcase algún puchero. Y yo pensaba: Debe ser sencillo
Dios cuando se le puede hablar teniendo un niño en brazos y en delantal. Y debe
ser una persona muy importante para que mi madre no haga caso ni del gato ni de
la tormenta.
Las manos de mi padre, los labios
de mi madre, me enseñaron de Dios más que mi catecismo"
(Hans Urs Von Balthasar "Por qué me hice sacerdote?, Salamanca
1992, 32-33)