Los obreros de la primera hora de los que habla la
parábola de los viñadores (Mt 20,1-16). Estos no comprendieron para qué se habían esforzado durante todo el día, al ver que el sueldo de un denario podía ganarse también de forma mucho más sencilla. Pero, ¿de dónde deducían ellos que es mucho más cómodo estar
sin trabajo que trabajar? Y, ¿por qué sólo les agradaba su salario con la condición de que a los otros les fuese peor que a ellos? Mas la parábola no era para los trabajadores de entonces, sino para nosotros. Pues al plantearnos estas preguntas sobre nuestro
cristianismo, actuamos igual que aquellos obreros. Damos por supuesto que la falta de trabajo espiritual —una vida sin fe ni oración— es más cómoda que el servicio espiritual. Y, ¿de dónde sacamos esto? Nos fijamos en el esfuerzo cotidiano que exige el
cristianismo y olvidamos que la fe no es sólo un peso que nos oprime, sino también una luz que nos instruye, que nos marca un camino y nos da un sentido. Sólo vemos en la Iglesia las ordenaciones exteriores que coartan nuestra libertad y pasamos
por alto que es una patria que nos acoge en la vida y en la muerte. Sólo vemos nuestra propia carga y olvidamos que los otros también tienen la suya, aunque no la conozcamos. Y, sobre todo: ¿qué actitud tan mezquina es ésa de no considerar retribuido el
servicio cristiano porque sin él también se puede alcanzar el denario de la salvación? Por lo visto, queremos ser pagados no sólo con nuestra salvación sino, ante todo, con la condenación de los otros —igual que los obreros de la primera hora—. Esto es muy humano; pero la parábola del Señor nos indica claramente que, al
mismo tiempo, es tremendamente anticristiano. El que ve la condenación de los otros como condición para servir a Cristo sólo podrá al final retirarse murmurando porque esta forma de salario contradice a la bondad de Dios. Así, pues, nuestro problema no puede ser por qué
Dios permite que los «otros» se salven. Esa es cuestión suya, no nuestra.
JOSEPH RATZINGER