Uno de los apóstoles, Juan, vio expulsar demonios en nombre de Jesús a
uno que no era del círculo de los discípulos y se lo prohibió. Al contarle el
incidente al Maestro, se oye que Él responde: «No se lo impidáis... El que no está contra nosotros, está por
nosotros». Se trata de un
tema de gran actualidad. ¿Qué pensar de los de fuera, que hacen algo bueno y presentan
las manifestaciones del Espíritu, sin creer aún en Cristo y adherirse a la
Iglesia? ¿También ellos se pueden salvar? La
teología siempre ha admitido la posibilidad, para Dios, de salvar a algunas
personas fuera de las vías ordinarias, que son la fe en Cristo, el bautismo y
la pertenencia a la Iglesia. Esta certeza se ha afirmado sin embargo en época
moderna, después de que los descubrimientos geográficos y las aumentadas
posibilidades de comunicación entre los pueblos obligaron a tomar nota de que había
incontables personas que, sin culpa suya alguna, jamás habían oído el anuncio
del Evangelio, o lo habían oído de manera impropia, de conquistadores o
colonizadores sin escrúpulos que hacían bastante difícil aceptarlo. El Concilio
Vaticano II dijo que «el Espíritu Santo
ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se
asocien a este misterio pascual» de Cristo, y por lo tanto se salven
[Constitución Pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia y el mundo actual, n.
22.]. ¿Ha cambiado entonces nuestra fe cristiana? No, con tal de que sigamos
creyendo dos cosas: primero, que Jesús es, objetivamente y de hecho, el
Mediador y el Salvador único de todo el género humano, y que también quien no
le conoce, si se salva, se salva gracias a Él y a su muerte redentora. Segundo:
que también los que, aún no perteneciendo a la Iglesia visible, están
objetivamente «orientados» hacia
ella, forman parte de esa Iglesia más amplia, conocida sólo por Dios. Dos cosas, en nuestro pasaje del Evangelio, parece exigir Jesús de
estas personas «de fuera»: que no
estén «contra» Él, o sea, que no
combatan positivamente la fe y sus valores, esto es, que no se pongan
voluntariamente contra Dios. Segundo: que, si no son capaces de servir y amar a
Dios, sirvan y amen al menos a su imagen, que es el hombre, especialmente el
necesitado. Dice de hecho, a continuación de nuestro pasaje, hablando aún de
aquellos de fuera: «Todo aquel que os dé
de beber un vaso de agua por el hecho de que sois de Cristo, os aseguro que no
perderá su recompensa». Pero aclarada la
doctrina, creo que es necesario rectificar también algo más, y es la actitud
interior, la psicología de nosotros, los creyentes. Se puede entender, pero no
compartir, la mal escondida contrariedad de ciertos creyentes al ver caer todo
privilegio exclusivo ligado a la propia fe en Cristo y a la pertenencia a la
Iglesia: «Entonces, ¿de qué sirve ser
buenos cristianos...?». Deberíamos, al contrario, alegrarnos inmensamente
frente a estas nuevas aperturas de la teología católica. Saber que nuestros
hermanos de fuera también tienen la posibilidad de salvarse: ¿qué existe que
sea más liberador y qué confirma mejor la infinita generosidad de Dios y su
voluntad de «que todos los hombres se
salven» (1 Tm 2,4)? Deberíamos hacer nuestro el deseo de Moisés: «¡Quisiera de Dios que le diera a todos su
Espíritu!». ¿Debemos, con
esto, dejar a cada uno tranquilo en su convicción y dejar de promover la fe en
Cristo, dado que uno se puede salvar también de otras maneras? Ciertamente no.
Sólo deberíamos poner más énfasis en el motivo positivo que en el negativo. El
negativo es: «Creed en Jesús, porque
quien no cree en Él estará condenado eternamente»; el motivo positivo es: «Creed en Jesús, porque es maravilloso creer
en Él, conocerle, tenerle al lado como Salvador, en la vida y en la muerte».
P. Raniero Cantalamessa